Corría el año 2002. Tenía 14 años y mis viejos nos dieron luz verde a mis amigos y a mí para ir a ver a La Vela a la Semana de la Cerveza en Paysandú, ya que nos estábamos quedando por ahí cerca por la Semana Santa. Nos pusimos las remeras blancas que habíamos comprado y dibujado con drypen negro el logo de la banda, y nos subimos al ómnibus de Agencia Central. Al subir, sentí las miradas intensas de los pasajeros que claramente tomaban ese bondi todos los días, preguntándose quiénes eran estos pibes con pinta rara y remeras pintadas a mano. En esos años, La Vela era más que una banda; era la banda que nos pegó nuestro primer cachetazo musical, y era de donde éramos nosotros. Era la primera sensación de que había algo nuestro en un mundo que todavía se sentía muy grande e inexplorado.
Llegamos a la terminal y caminamos un buen rato hasta el anfiteatro, entre charlas y tabacos, preguntando cada tanto para qué lado quedaba la fiesta. Era la primera vez que estábamos solos en una ciudad ajena a la nuestra, y se sentía la adrenalina de lo desconocido. En el bolsillo tenía una grabadora de cassette portátil Sony que claramente no era tan portátil. Apenas me entraba en el bolsillo del jean y tenía miedo de que me la roben. Mi objetivo era grabar una canción inédita, un ska que había escuchado una o dos veces antes en los conciertos de la banda que había podido ir en Montevideo, previa autorización paternal porque tenía 12 años pero iba con otro amigo más grande “de confianza” (de 15). No sabía ni el nombre de la canción ni cómo sonaba, pero me había quedado grabada una parte de la letra que decía algo como: “¿Qué reloj? Siempre son las diez…”
Un amigo me había copiado un CD que decía “LVP Inéditos” en el disco, pero incluso en ese disco de demos y tomas en vivo, la canción que yo buscaba no estaba. Zafar estaba, que vería la luz dos años después en A Contraluz, y había otras que hasta hoy siguen en las tinieblas puercas: Mira cómo es, Mutantes, Oculto en mi país y covers de Marley y de bandas españolas.
Paseamos por los puestos de artesanos mientras esperábamos que terminara de tocar la banda anterior y compramos unas Norteñas heladas mientras hacíamos la cola para entrar. Los que tocaban sonaban como una aplanadora, pero no sabía quiénes eran. Le pregunté al de adelante a ver si sabía.
—Divididos se llaman —me respondió.
Nota mental para buscar un CD y escucharlos en el Palacio de la Música al volver de las vacaciones.
Cuando finalmente entramos, nadie salió. El lugar estaba a reventar y el ambiente estaba bastante caldeado. Esperamos un buen rato hasta que se apagaron las luces y arrancó La Vela.
El anfiteatro era una fiesta. Las gradas vibraban con el peso del pogo y las luces del escenario iluminaban por momentos el caos de vasos volando y cuerpos sudorosos. Había un olor embriagador, una mezcla de cerveza, tabaco y marihuana, que parecía envolverlo todo. Sensaciones nuevas para nosotros, que intentábamos no perdernos de vista entre la multitud danzante. En un momento de casualidad miré hacia atrás, y unas filas más arriba vi a un pibe con una remera de La Vela, pero de verdad. Estaba incrédulo. Me acerqué casi corriendo y le pregunté con una emoción que creo que lo asustó:
—¿Dónde la compraste?
—En la feria de Villa Biarritz —me dijo.
Nota mental número dos.
Antes de que empezara cada canción, sacaba el tosco grabador que parecía una bondiola asomando incómodamente en mi bolsillo. Lo sostenía con cuidado, como si estuviera manejando un artefacto delicado, y miraba alrededor para asegurarme de que nadie me viera dándole al botón rojo. En uno de los tantos intentos agarré la canción que buscaba. Había logrado atrapar algo efímero, algo que no existía más que en ese preciso momento. Menuda hazaña. Solamente faltaba la larga aventura de volver con el aparato sano y salvo a casa.
La caminata de vuelta fue larga y terminamos en un baile dudoso cerca de la terminal. De todas formas, había que esperar al primer ómnibus de vuelta que salía a las siete de la mañana. Todos sudados y yo con la grabadora, que a esa hora ya era una molestia en el bolsillo. Uno de mis amigos “se perdió” por unas horas, y por suerte lo encontramos caminando, ya de día, rumbo a la terminal.
La tarde siguiente, con la cuadernola en una mano y el grabador en la otra, me dispuse a descifrar la letra. Pasé horas rebobinando y pausando, intentando cazar palabras entre la distorsión y los gritos de fondo, hasta que logré sacar algo que sonaba coherente. Finalmente, la frase tomó forma: “¿Para qué reloj? Si siempre son las diez…”
El cassette se perdió en una mudanza, pero cada vez que escucho Escobas me transporta a esa noche, a esa mezcla de nervios y felicidad, de ser un guacho de 15 años con mis amigos capturando lo efímero como si fuera lo más importante del mundo, como si siempre fueran las diez.