**Este es un racconto de un fin de semana surfístico y como tal hay
muchos detalles y sutilezas que tal vez solo puedan entender los que practican
este increíble deporte. Al resto, si logro que metan un pie en el agua ya me
sentiría agradecido.
Costó el viernes no tentarse con las actividades sociales del fin de
semana en la capital. Las garras de la ciudad no son fáciles de abrir.
Unas horas después me siento en la cama con la mente nublada de la
somnolencia y de la adrenalina previa a una expedición surfística. Agradezco a
mi neurosis de día anterior de dejar todo pronto, hasta el agua puesta en la
caldera, con lo que con un solo “click”, el agua que va a cebar el religioso
mate de ruta comienza a calentarse.
Con el pasar de los minutos los nervios aumentan. Todo uruguayo
enamorado de las olas sabe que incluso con el mejor pronóstico, las condiciones
son una gran incógnita hasta que se llega al spot elegido. Las decepciones ya
fueron muchas. Sacar conclusiones mirando a Windguru es más un arte que una
ciencia por estas latitudes.
Con el bocinazo del conductor designado, el abrazo como deseándose
suerte los unos a los otros para lo que se viene (o deseamos que se venga) y la
meticulosa guardada de mochilas y cargada de tablas partimos con rumbo este. Y
lo digo con esa vaguedad porque el punto exacto de nuestro destino será el tema
principal para el viaje.
La fauna de opiniones respecto a este punto está formada por los
siguientes tipos de cristianos:
Los que quieren ir cerca y así aprovechar al máximo el viento norte
matinal, los que arriesgan más y buscan el mar más grande de las costas
rochenses, los surfistas, los bodyboarders, los que buscan sin cansancio un
pico despoblado, los que prefieren el crowd para ver algún elemento femenino en
el agua, los que ya planearon la noche siguiente y quieren rumbear para
punta….y algún amigo que por el único hecho de compartir un fin de semana más
con sus pares se suma al viaje con su silla playera y escucha pacientemente la
diversidad de comentarios.
Así van transcurriendo los minutos y los mates que aderezan el sol
saliente frente a nuestros ojos y la música que comienza tranquila pero va
subiendo de tono con el pasar de los discos y la mateína en la sangre. El
copiloto/cebador/dj la maneja con grandeza.
La música es clave, el viaje también. ¿Que sería de esto si
viviéramos en una ciudad con olas? Las anécdotas de sesiones épicas, de tubos
interminables y agua tibia caldean el ambiente. Bajo la ventana para dejar
entrar la brisa helada de la mañana y calmar los ánimos que parecen salir
disparados del auto.
El veredicto es el de casi siempre: Se recorren todas las playas,
hasta la última del balneario y se hace un veredicto: Seguir viaje o retornar a
una de ellas.
Llegamos hasta la última playa de lo que se puede decir Punta del
Este, la Laguna Garzón. Todas las fichas están en juego ya que la vuelta a
playas anteriores sería larga y las emociones están a tope. Volver significa
mucho. El madrugón sería en vano y ya va a haber gente en el agua cuando
lleguemos. Volver es horrible.
Nos separa una caminata entre las dunas para poder ver las olas.
Algunos hasta emprenden un trote corto porque no se aguantan la intriga. Se
escucha el tronar de la rompiente a lo lejos y se hacen conclusiones de
antemano.
- ¿Escuchás como rompe parejito? comenta uno.
- Eso es una rompecoco seguro, si no no suena así, le responde otro.
Al subir la última duna la bolilla deja de girar.
Cayó en ‘bombas’.
Los ojos abiertos al máximo permitiendo ingresar la mayor cantidad
de información.
Viento: Norte, swell: Sur, mar: glass, crowd: cero, banco: liso,
marea: baja.
No se escucha ni un suspiro arriba de esa duna pero todos están
pensando lo mismo. Hoy nos tocó a nosotros. Hoy es el día.
Volvemos corriendo al auto. La sensación de euforia estalla en las
venas. Se bajan todos los implementos necesarios para la sesión a máxima
velocidad. Al grito de “¿nadie más necesita sacar algo de adentro?” el
conductor tranca el auto y esconde la llave en algún recoveco del chasis y reza
a Ilemanyá que no sea descubierta por un malviviente. “A mi no me va a pasar,
hoy no” se dice por dentro.
El campamento en la arena comienza a tomar forma entre tablas,
fundas, mochilas, mates y trajes. El procedimiento es individual. Unos se ponen
el traje, otros estiran primero, otros se dedican a observar la rompiente
dilucidando el spot perfecto donde ubicarse para encontrarse con LA ola.
Entra la serie y todos interrumpen sus quehaceres para observar el
espectáculo.
Yo opto por calentar los músculos mientas observo la rompiente. Los
años no vienen solos. Un calambre podría arruinar toda la jornada. Esta no me
la van a contar. Es hoy y estoy acá.
La cantidad de viajes fallidos, de swells que nunca aparecieron, de
kilómetros recorridos en vano y de frustraciones exorbitantes se condensan en
un instante y parece que el tiempo se detiene. La adrenalina es tal que se
escuchan gritos de euforia a medida que van cayendo las mejores de la serie.
Cada uno vuelve a su tarea y se redoblan los esfuerzos para entrar
al agua lo más rápido posible.
La primera tanda, la de los más impacientes entra al agua mientras
el resto observa.
- Tira para la izquierda comenta uno con el traje a medio poner.
- El chupón está allá, responde otro pasándole el peine a su Master.
Una voz en off corre por la mente de todos los
presentes “ojalá no me toque a mi estar pasado cuando
entre la serie”. Hay pocas cosas en la
vida peores que eso.
Ya en el agua, cada uno va encontrando su lugar. La rocola musical
se instala en la cabeza de todos los presentes y cada uno tararea una canción
de la cual desconoce una de sus líneas.
El viento norte despeina las olas y forma un arco iris que dura un
instante pero confirma la magia de la realidad que se está viviendo. Me ubico
un poco más costado. Ese hombro que vi desde la arena es mío.
A la distancia veo a un amigo que se ubica en el pico, rema, dropea,
hace el bottom, se posiciona y deja que el mar haga lo suyo. Está adentro, un
instante, dos, tres, se cae, desaparece. Sigo mirando a ver cuanto demora en
salir. Sale desesperado buscando una bocanada de aire. Miro para adentro. La
serie. Que bueno que no soy yo.
El pánico de ver las paredes rompiendo enfrente mío es algo que
nunca superaré. Inspirar lo más hondo posible y sumergirse en las profundidades
a esperar que el revolcón no sea muy fuerte.
La sesión transcurre como otras sesiones de este calibre vividas
pero con un detalle no menor. No llegó nadie. Somos nosotros y el mar. Este
factor le da un aire de comunión al momento y hace que el goce sea inclusive
más intenso.
Todos sabemos que este va a ser un día del que hablaremos durante
años. A todo esto miro la altura del sol y dilucido que el día recién empieza.
Son apenas las diez…
Maldito sureste. Ese viento que hace que nuestros sueños de olas
perfectas sean solo eso: sueños.
La virazón es un mala noticia pero a medias. Nuestros brazos ya
parecen espárragos y las pocas horas de sueño empiezan a pasar la factura.
Uno a uno empiezan a volver los soldados de la batalla. En la arena
se notan las caras de alegría y goce. Revivo el mate de la mañana para sacarme
el gusto al agua salada que tragué, que no fue poca...
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