7 de noviembre de 2021
—No te conozco, pero te siento conocido —le dijo ella con una sonrisa fugaz mientras él recogía su abrigo en la ropería del bar.
Él giró y le respondió sorprendido:
—Buena frase para empezar una conversación.
Media hora después, la charla seguía en la escalera del Marula. Su vuelo salía en un par de horas, estaba agotado y tenía la valija a medio hacer, pero había algo en ella que se sentía familiar, como una canción favorita de la adolescencia. Duermo en el avión, pensó, y salieron de la mano caminando por un pasillo angosto y húmedo del Barrio Gótico.
Rumbearon hacia la casa de ella, abrazados como si se conocieran hace años, buscando algún lugar para comer algo. Caminaron más de lo que sería una caminata prudente, y lo único que apaciguaba el hambre era la conexión que se percibía en el aire. Ni los 24 horas estaban abiertos.
En el ascensor se miraron fijamente una vez más y rieron como si estuvieran compartiendo un secreto. Entraron al apartamento muertos de hambre. Se desayunaron.
Tendidos en la cama, con la luz de la mañana colándose entre las cortinas, se miraron a los ojos un buen rato hasta quedarse dormidos. La alarma sonó en lo que pareció un instante. Ella bajó a comprar algo para desayunar mientras él dormitaba entre las sábanas arrugadas.
Se despertó cuando sintió el olor a pan tostado, caminó hasta la cocina y la abrazó por detrás mientras ella preparaba huevos revueltos. Apagó el fuego cuando se escuchó el gorgoteo de la Bialetti y fueron a buscar el sol que brillaba en la terraza.
Desayunaron sin hambre, con sueño, casi en automático. Desayunaron porque había que hacerlo, más que nada para cortar el hechizo y caer a la realidad. Había un silencio tenso, pero cómodo a la vez.
Él se levantó despacio y, sin soltarle la mano, la llevó de nuevo a la habitación. Después salió de la cama y se vistió lentamente mientras ella lo miraba acostada, inmóvil. Lo acompañó hasta la puerta. Se saludaron cariñosamente, pero con cierta timidez, sabiendo la cantidad de kilómetros que los estaba por separar.
—Dame tu número —dijo él, con una mezcla de urgencia y timidez.
—Claro, es… más tres cinco uno… nueve uno cuatro… siete uno…
—Pará —la interrumpió de golpe, con los ojos entrecerrados, como si intentara recordar algo.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, extrañada.
—Decime el siguiente número.
—Cero… —respondió ella, con la voz más baja, confundida.
Levantó la mirada del teléfono y la miró detenidamente, como si necesitara confirmar algo imposible.
—Tengo tu número guardado… —le dijo, con la voz cargada de incredulidad.
El contacto decía "María Tinder".
Él parpadeó varias veces, como si la pantalla estuviera jugando con él. Giró el teléfono hacia ella, y ni siquiera tuvo que decir nada: su expresión lo decía todo. Ella se inclinó hacia la pantalla, y su rostro pasó de la confusión al asombro en cuestión de segundos.
Con dedos temblorosos, buscó la conversación en WhatsApp. Cuando apareció en la pantalla, su pecho se tensó: eran solo unas pocas líneas, casi insignificantes. Pero ahí estaban, como un eco de algo que ninguno de los dos recordaba haber vivido realmente.
—No puedo creer —dijo ella, con la voz rasposa de la noche que acababa de vivir.
Él miró el teléfono por un instante más, se tapó la boca con la mano del asombro y la miró de nuevo con los ojos bien abiertos mientras le pasaba el celular.
Ella miró la pantalla, y sus ojos se clavaron en la fecha que aparecía en la parte superior del intercambio: 7 de noviembre de 2018. El aire pareció detenerse por un instante.
—No puede ser… —murmuró, apenas audible.
Él miró la fecha de nuevo, sintiendo cómo su corazón latía más rápido. Era imposible. O tal vez no. La miró a los ojos, buscando una explicación que ninguno de los dos tenía.
Ella miró la pantalla nuevamente, y luego a él. Él sonrió, incrédulo.
—¿Qué hacemos con esto? —susurró ella.
—No lo sé —respondió él.
Pero en sus ojos estaba la respuesta: la fecha ya lo había decidido.